domingo, 16 de marzo de 2014

Estación. Ida y vuelta, Rosa Chacel



Estación.  Ida y vuelta, Rosa Chacel

A diferencia de la poesía, a la prosa se le exige que cuente, que relate algo. Pongamos, por tanto, en palabras de la autora la trama de esta novela. Es “La historia de un estudiante que tiene novia (…). Viven, los dos, en diferentes apartamentos de una misma casa, que es donde la novela ocurre. La conducta de mi protagonista   le obliga a apresurara su casamiento, a dejar la facultad sin terminar el doctorado y a buscarse un destino en un ministerio. Al poco tiempo -absurdamente poco- llegan a otro piso unos forasteros. Son ricos, mundanos, ruidosos; con una cultura un poco turística. Crean un clima en  el que se siente lo que la casa tiene de precisión, de limitación. Mi protagonista, inmediatamente, ataca a la nueva vecina pero no llega  más que a tomar  sus ideas, a poseerla en esa forma. Con las nuevas ideas incorporadas, se va un buen día a París.  (…) y allí vive su fuga, agota, con minuciosidad implacable, todo  lo que representa ese acto, irse. Cuando ya lo tiene agotado, vuelve y entonces vive su volver”.[1]
Aquí la trama no es sino un pretexto para  seguir los dictados de Ortega  (“yo soy yo en mis circunstancias”),[2] y su dictamen de que “el propósito de la  novela moderna era bucear en el abismo de la vida hasta capas profundas”[3]. El mismo Ortega definió esta novela como la plasmación de sus ideas estéticas.
La novela es casi atemporal, si no fuera por una breve referencia a García Lorca. El  género de los personajes se desdibuja, hasta el punto de manipular conscientemente la concordancia lingüística; recurso este destinado a subrayar que lo importante no está en quien lo dice sino en lo que dice.  Así[4]:
“El encontrarme aquella mañana con aquella chica  comunista a marcar ella los itinerarios, a que todo el mundo se avenga  admitir  la dirección y darme por acompañarla y por llevar a su pequeño  brazos… Había llegado a desinteresarnos todo lo particular. Es decir, nos sentíamos partes, participantes de un momento, estado, sentimiento común. Distantes aisladas de esta corriente que nos penetraba estaban las otras verdades olvidadas. La de que entre la chica y yo  no había la menor relación; …”. “Pero decir  que ahora es cuando empiezo a interesarme por el viaje. Ahora, con itinerario propio, Julia, seguramente, lo encontrará descabellado. Está acostumbrado de su experiencia.

Escrito en primera persona, aunque no se ajusta a la técnica narrativa del diálogo interior,  la autora emplea estas palabras[5]:
aquella noche no puede establecer  el diálogo interior hasta muy altas horas, cuando después de analizar mi falta, no podía  comprobar lo que había ocasionado.”

Los objetos, parecen dotados de voluntad, adquieren carácter animado, como ocurre con los abrigos[6],  la escalera, la pantorrilla, o el papel pintado:  
“Los abrigos tienen fisonomías sensibles que delatan cómo han pasado la noche. Se puede juzgar, por su buena o mala cara, si durmieron, o no en la percha. En las primeras mañanas frías salen desencajados, entumecidos, los abrigos que hacen servicio permanente. Es una arruga que les cruza la espalda o la solapa lo que deja adivinar que hicieron de mantas. Arruga difícil de quitar  por estar planchada toda una noche  por el peso de un cuerpo, cogida con la espalda  en el instintivo remeterse  la ropa de la cama por detrás …”

Hace uso de la reiteración, hasta convertir el texto en un juego de palabras:
“Porque el que tiene un fin … Todos los fines son iguales. Al fin todos se reducen a ganar, los que tienen buen fin, a los que tiene malo, Teniendo a lo mejor  mal fin el que tenía fines más buenos. Por esto, de toda observación puede temerse que tienda  a conocer los fines  del prójimo  para suponer su fin posible. Y yo llego a este fin ahora. Prescindir de todo fin".[7]

En la novela se encuentran  párrafos que recuerdan a Jean Eyre, a Cumbres Borrascosas, a El empapelado amarillo[8]; no obstante Rosa Chacel se negó expresamente  a ser considerada representante literario de su género.
          Por último, pero no menos importante, un carácter poético que  atraviesa toda la novela  (así como toda su obra). Un  ejemplo[9]:
“Es cobarde temer las sorpresas. Es cobarde, es de una petulancia vieja y desesperanzada. Es como no tener ganas de bromas, como vivir en la linde de los acontecimientos, desde donde se les pueda ver pasar  sin que se metan con uno ni vengan a turbar su comodidad. Como tener una puerta sin llamador;… Es como creer saber  que nada puede venir a sorprendernos  agradablemente, a traernos una felicidad más perfecta  que la que hubiéramos podido encargarnos a la medida”.

          Como dice Shirley Magnini, Estación. Ida y Vuelta, nos da el eje de ese  de esa búsqueda de la salvación, de ese suicidarse y revivir a través de la literatura. Cuando al final de la novela escribe: “Algo ha terminado; ahora puedo decir: ¡principio¡”, Chacel tenía presente el material con el que iba a tejer su obra futura.[10]
Se ha dicho de Rosa Chacel que encarna a la perfección aquello que vislumbró Cervantes: “En España se premia en primer lugar el favor, y en segundo, el mérito” (A. Trapiello). Porque Chacel, que en los últimos años recibió algunos homenajes y pocos premios (Nacional de las Letras, Crítica, entre otros), está considerada por algunos críticos como “una de las cumbres de la literatura española del siglo pasado” (R. Conte) gracias a títulos como Estación de ida y vuelta, Barrio de Maravillas o Memorias de Leticia Valle.[11]
Marivi


[1] Introducción, p.28. Las  referencias corresponden a la edición de Shirley Mangini; Cátedra, Madrid, 1989.  
[2] pp.116-117
[3] Introducción, p.30.
[4] pp.118, 128.
[5] p.104.
[6] p.113.
[7] p.114. Otro tanto hace con “camino”,  “terminar”, etc.  pp.112, 115. 
[8] pp. 89, 107.
[9] p.111.
[10] Introducción, p.63.
[11] EL PAÍS, 15-VI-2013.